Para pellizcarse pero era cierto: Bob Dylan en la Argentina
En los 70, los grandes músicos de rock del mundo eran algo así como extraterrestres con quienes parecía que nunca tendríamos contactos del tercer tipo. Nos parecían seres inalcanzables. Peer Gabriel, Eric Clapton, John Lennon, Ian Anderson, muchos. Todos.
Se sabía que en el 72 había tocado Santana en San Lorenzo y que en el 78 lo había hecho Joe Cocker en el Luna Park, claros coletazos del festival de Woodstock del 69 que en el cine, acá, era un suceso de minorías. Luego de a poco se fue incorporando la Argentina en las rutas de las giras mundiales. Vinieron Jan Hammer, B. B. King, The Police, Van Halen.
Y un día, cuando arrancaban los años 90, llegó la noticia: vendría Bob Dylan y se presentaría en Obras. Era de no creer.
Charly García dijo que era “como si vinieran Los Beatles”. Casi lógicamente, las miradas locales se posaron en el músico que más claramente había seguido la línea estética de Dylan, León Gieco. Y todo el mundillo musical se revoloteó.
Dylan no venía de un tiempo de esplendor. Había atravesado con sus laureles a cuestas, ganador en los 60 y en los 70, una turbulenta década de los 80 y se aprestaba a resucitar como lo haría magistralmente en el tiempo siguiente. Ya era un mito.
Había lanzado el mediocre Under The Red Sky después del maravilloso Oh Mercy que le produjo Daniel Lanois y de su participación en el supergrupo The Traveling Wilburys junto a George Harrison, entre otros cracks, y se lo veía dispuesto a tocar donde se pudiera. Así le llegó la oportunidad a Buenos Aires.
Gieco siempre lo tenía presente como su influencia central. Es más, la primera vez que lo entrevisté para la revista Expreso Imaginario, en el 81, lucía una envidiable remera con el nombre y el rostro de Dylan. El mismo León me había contado que Claudio Gabis, el guitarrista de Manal, también fan del norteamericano, fue quien le regaló una armónica y un atril para ese pequeño instrumento cuando supo de su predilección por el folk.
Ya me había sorprendido Sandro cuando me dijo que había sido el primero en grabar en la Argentina una canción de Dylan: hizo Soplando en el viento, traducida al español, en el 66.
Dylan, correspondiendo con su leyenda, aquella vez o se dejó fotografiar, ni siquiera en el escenario, ni dio entrevistas. De todas formas, los periodistas argentinos se las ingeniaron para burlar la celosa negativa del visitante y la mañana siguiente a su debut, Clarín, el diario de mayor circulación del país, publicó en su portada una foto de Dylan actuando en Buenos Aires.
Quedó la anécdota de Dylan paseando como un anónimo por los oscuros bosques de Palermo momentos antes de su debut, para desesperación de la producción local que vio cómo llegaba al estadio la kombi del artista… sin el artista a bordo.
Y para mí, mil recuerdos. Fue maravilloso ver y escuchar a Dylan aquí, aunque no anunció ningún tema ni dijo buenas noches o gracias.
Años después, para un cumpleaños mío, mis compañeros de Diagramación de la revista Humor me regalaron una foto trucada en la que se me ve entrevistándolo -algo que lamentablemente jamás sucedió- y mi amigo Alejandro O’Kif me dibujó en un comic donde estoy paseando a su lado, con una remera con Gardel en el pecho, mientras escucho con el walkman una canción de Rubén Blades…
En el estudio de mi casa en Agua de Oro hay un cuadro gigante de un show en Londres. Tengo algo así como cien discos suyos -diría todos pero no sé si son todos-, muchísimos libros y cientos y cientos de fotos y postales.
Bob Dylan.
Todavía hay quienes no lo descubrieron. Siempre estarán a tiempo de hacerlo. Canta horrible, lo aclaro, lo sé. Pero nadie canta ni escribe canciones como él.