La alegría no viene: el NO a Pinochet
No deja de ser una paradoja: una dictadura plesbicitando su gestión. Augusto Pinochet usurpaba el poder en Chile desde hacía 15 años. Y pretendía, en 1988, estirar su mandato antidemocrático hasta marzo de 1997. Nobleza obliga: no es habitual que los dictadores (y en este caso, también genocida) pregunten a la población si deben seguir o no. Pinochet lo hizo en tiempos en que todos los países de la región, después de regímenes terroristas, vivían una primavera democrática. Y en Chile no se quisieron quedar afuera.
La cita con las urnas fue para el miércoles 5 de octubre. La elección era por el Sí o por el No. Votar por el Sí suponía avalar a Pinochet, su dictadura y su continuidad por casi una década más. El No establecía el fin del gobierno y la convocatoria a elecciones democráticas. No se trató de la buena voluntad del presidente de facto convocar al cuarto oscuro: así lo establecía la Constitución de 1980, que él mismo había convocado a redactar. Pinochet terminó preso de su propia trampa, confiado en su delirio mesiánico de líder inmortal.
El resultad de las urnas determinó el fin de aquel régimen del terror. No obstante, el 44% de los y las chilenas que fueron a votar -poco más de 3 millones-, optaron por continuar en dictadura. Impensable para estos tiempos, en donde la democracia es un bien innegociable (o al menos es lo que pretendemos). En cambio, casi 4 millones fueron por el No. El No era, y no es contradicción, el Sí a la vida.
El resultado, que sorprendió a varios -incluido al propio Pinochet-, tuvo una feroz campaña publicitaria marcada por la llegada de una nueva estética. Lejos de los lugares comunes de la publicidad tradicional, la campaña del No incluyó imágenes y sonidos que sorprendieron y conmovieron a buena parte de América Latina. Y un jingle pegadizo como pocos que iniciaba cantando:
Chile / la alegría ya viene.
Porque diga lo que diga / yo soy libre de pensar.
Porque siento que es la hora / de ganar la libertad.
Aquel Chile hablaba de ganar una libertad real, una libertad de la que no gozaba. Y en plena dictadura, la canción escrita por Sergio Bravo y compuesta por Jaime de Aguirre, no titubeaba en decir “hasta cuando ya de abusos, es el tiempo de cambiar. Porque basta de miseria, voy a decir que no”. Y junto a ello, la habilidad del jefe publicitario de la campaña, Eugenio García, que le pidió al autor contrastar la pesadilla que se vivía con el país que se soñaba:
Porque nace el arco iris / después de la tempestad.
Porque quiero que florezcan / mis maneras de pensar.
Porque sin la dictadura / la alegría va a llegar.
Porque pienso en el futuro / ¡voy a decir que no!
El videoclip de ‘Chile, la alegría ya viene’, iba de la mano con el espíritu de la canción. Lejos de los viejos spots políticos donde hombres sin carisma ni habilidad frente a las cámaras enumeraban lugares comunes de la acción política, las imágenes que destronaron a Pinochet se asemejaban más a un publicidad primaveral que promete la alegría después de tomarse una Coca (o una Pepsi). Con la diferencia que el jingle no vendía un bien de uso, sino un sentir que se volvía colectivo:
Vamos a decir que no / con la fuerza de mi voz.
Vamos a decir que no / yo lo canto sin temor.
Vamos a decir que no / todos juntos a triunfar.
Vamos a decir que no / por la vida y por la paz.
El valor de la campaña publicitaria, que le dijo en la cara a Pinochet lo que buen aparte del mundo (o bien: la parte buena del mundo) pensaba, contó también con el sacrificio individual de varias personas. Por caso, el de Rosa Escobar, la voz femenina del jingle, empleada del Estado pinochetista e hija de un ex ministro de Salvador Allende que estaba desaparecido. Su voz, la voz chilena que no dudó en cantar:
Terminemos con la muerte / es la oportunidad.
De vencer a la violencia / con las armas de la paz.
Junto a Rosa estaba Claudio Guzmán, que no brillaba por su voz de tenor, pero que le otorgaba a la melodía la presencia de un hombre más, un ciudadano cualquiera que podía cantar:
Porque creo que mi patria / necesita dignidad.
Por un Chile y para todos / ¡vamos a decir que no!
La historia que sigue es la ya relatada. Fue el fin de Pinochet y el inicio de una era democrática para toda la región. Pero quedaba un capítulo por contar. La película que narrara cómo se había craneado todo. Y que lo hiciera el mejor cineasta chileno de la historia, hijo de padre y madre pinochetistas.
EL HIJO DE
Pablo Larraín es el director de cine chileno más nominado a premios internacionales en la historia del país trasandino. Con Neruda (2016) y El Club (2015) fue candidato a Mejor película en lengua no inglesa para los Globo de Oro. Pero su consagración había llegado en 2013, cuando su film chileno No, basado en la campaña del plebiscito de 1988, quedó nominada a Mejor Película extranjera en los Oscar.
Con el protagónico de Gael García Bernal -que interpreta al publicista que derrotó a Pinochet- y la participación del grandísimo Alfredo Castro, No recrea aquellos finales de década en un Chile bajo el manto gris del terror. La obra, una joya del cine en castellano, se destaca por un hecho no menor: el origen familiar de su director.
Pablo Larraín es hijo de Hernán Larraín y Magdalena Matte. Hernán, el padre, es un destacado docente y dirigente político chileno, que durante años presidió el partido Unión Demócrata Independiente, fundado por un ex integrante del gobierno de Pinochet. La UDI fue cercana a la dictadura y Larraín padre, después de ocupar distintos cargos, se convirtió en ministro de Justicia de Sebastián Piñera, cuya coalición de gobierno estaba integrada por distintas facciones pinochetistas. Mamá Magdalena no le fue en zaga: con su mismo conservadurismo en sangre, fue ministra de Vivienda del mismo gobierno. Hernán (hijo), hermano de Pablo, fue asesor de Piñera. Pablo creció rodeado.
A contramano de toda su familia, Larraín ha optado por contar un Chile distinto al que conoció por el relato familiar, siempre nuestra primera versión de la historia. Además de su magnífica No, Pablo fue el director de El club, que relata una historia de curas pederastas. El tema vuelve a tocarlo de cerca: su padre, Hernán, estuvo directamente vinculado a la Colonia Dignidad, otra historia de terror de aquel Chile a oscuras. Más acá en el tiempo, Larraín escribió y dirigió la serie El conde, que se puede ver por Netflix y en donde se toma la libertad de ridiculizar al asesino Pinochet y a su familia. La familia, el primer pero no definitivo relato de la historia.