Las boleadoras de Tosco: aniversario de la muerte del líder de Luz y Fuerza
Semidemocracia un par de años, dictadura casi siempre, Córdoba y los ‘60 son una llamarada y su principal combustión es un hombre alto, de mameluco, al que le dicen Gringo y que camina las calles prendiendo fogatas en cada esquina: no es de puro incendiario que prende fogatas en cada esquina. Busca, ante todo, este hombre alto, de mameluco, al que le dicen Gringo, alumbrar. Alumbrar es parir. Y parir, en un país sin libertad, sin democracia, parir es incendiar.
El hombre alto y de mameluco, al que le dicen Gringo, no incendia en soledad: sabe que el secreto es incendiar de a muchos. Sabe que la clave es incendiar entre todos. Si no es con todos, dice el hombre alto y de mameluco, no incendiamos nada. Pero como sus palabras enamoran tanto como sus ojos, nadie duda y son miles los que aportan su chispa para el fuego que, en la Córdoba de los ‘60, ilumina y libera.
En esos miles hay tantos jovencitos que padres y madres se asustan. Jovencitos incendiarios con una idea muy firme de libertad en la cabeza. Qué peligro, piensan padres y madres.
Los estudiantes de la Universidad Nacional de Córdoba, que pisan las mismas brasas del incendio que festejan, saben que el hombre alto y de mameluco no sólo es guía y líder. Es, también, para ellos y ellas, de apenas 20, el padre que presta su sabiduría, su techo como guarida y su conocimiento como bandera.
Saben, esos estudiantes, que cuentan con él para lo que sea, siempre y cada día. De día y también de noche. Y por las noches, las noches de Córdoba que protegen y avivan el fuego, siempre es mejor.
Una noche, esos estudiantes incendiarios le piden a ese padre alto y de mameluco que les haga, vos Gringo, hacenos esas boleadoras de cobre para revolear a los cables de alta tensión para dejar a Alberdi, el primer territorio libre de América, sin luz y así el fuego que nos alumbra cada día nos nos alumbra esta noche.
El Gringo que es guía y que es líder pero que también es padre no sólo les hace las boleadoras de cobre a los niños incendiarios que alumbran las noches de Córdoba. También las sube a su jeep y les dice a uno de los jóvenes, de origen santiagueño y que preside la FUC:
_ ‘Oreja’, esto es muy difícil y peligroso. Pueden saltar chispas, te podes quedar ciego. Además es un delito federal. Vamos todos, pero lo hago yo.
Juntos, los jóvenes incendiarios, las boleadoras y el padre mayor del fuego de la Córdoba de los ‘60 transitan las calles del Alberdi buscando el momento exacto en dónde disparar las balas que dejen a la ciudad a oscuras y a los corazones encendidos.
Él, el guía, el padre, el líder, les dice que esperen.
_ Esperen acá, me bajo yo primero, voy ver cómo está la noche.
Y él, el hombre alto de mameluco se baja del Jeep y desaparece en la noche de Alberdi buscando el momento en que la oscuridad sea luz. Pero el tiempo pasa y el Gringo, el que pone el cuerpo en cada lumbre, no vuelve. Pasa el tiempo y el Gringo no vuelve.
Los jóvenes incendiarios deciden huir. Saben que es peligroso quedarse acá. El tiempo pasa y la noche se vuelve alba y el Gringo no vuelve a la esquina ni a su hogar. Ni esa ni la próxima noche. El hombre alto de mameluco pasa dos noches a la sombra sólo por haber puesto el cuerpo en una nueva fogata. Siempre el cuerpo en cada fogata y miles de noches a la sombra. Siempre por pensar en esos otros que, como él, saben que la salvación está en el fuego.
Pocos años después del intento fallido de las boleadoras, el 5 de noviembre de 1975, clandestino durante un gobierno democrático, muere por no poder atender sus dolencias. El mismo barrio Alberdi que tantas veces dejara a oscuras buscando la luz hoy protege su osamenta. La que revive en cada relampagueo en las noches sin tormenta.