Provinciales

Silvina, la más rebelde de las Ocampo

El pacto nunca explicitado de amor libre que unía a Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares no generó inconvenientes entre ellos. Pero sí una distancia insalvable entre las dos hermanas más reconocidas de las Ocampo: Silvina y Victoria. La relación era, efectivamente, muy mala. Y a su vez, Victoria y Bioy, cuñados y vacas sagradas de la literatura argentina, directamente se odiaban. ¿La razón? Él decía que ella era “mandona, ególatra y vanidosa”. Ella tenía otra razón para no querer a su cuñado y estar distanciada de su hermana: una tercera en discordia que no era una tercera más. Silvia Angélica, Genca, era sobrina de Silvina y Victoria, hija de una de sus hermanas Ocampo. Era muy jovencita, apenas 18, cuando sus tíos Adolfo y Silvina la llevaron de viaje. No solo como compañía, sino también, dicen las malas lenguas, como amante de los 2. La sobrina. Victoria Ocampo jamás pudo perdonarlo.

La hermana de. La esposa de. La amiga de. Silvina Ocampo es una de las mujeres más destacadas de la literatura argentina pero su vida estuvo cruzada por su relaciones familiares, amorosas y amistosas. En el tercer rubro entraba el número 1. Jorge Luis, el hombre que todas las noches cenaba en su casa. El hombre al que Silvina cuidaba como un hijo. Porque era su amiga y también la protectora de un Borges despistado que no era capaz ni siquiera de cuidar las cuestiones de su vida íntima. Poco afecto al baño, Silvina una vez tuvo que cerrarle el cierre del pantalón porque el escritor a veces se olvidaba lo que quedaba a la vista de todo el mundo. En la playa, en los veranos de Mar del Plata, Borges sabía aparecer desnudo y la propia Silvina era quien lo retaba y le decía:
– Jorge, estás en bolas, ponete la malla.

El ‘come en casa Borges’ era algo habitual. Cada noche en la casa de Silvina y Adolfo. Podría ser en alguna de las tantas casas quinta de la pareja o en Villa Silvina, la casona de Mar del Plata. Ahí, a metros del océano, una manzana entera de ensueño con una mansión que tenía hasta ascensor. Al frente estaba Villa Victoria, la casa de su hermana, con quien nunca se visitaba.

Victoria y Silvina Ocampo.

Y tampoco se visitaron, las hermanas, cuando Adolfo y Silvina se mudaron juntos por primera vez. No a un departamento o a una casa amplia, sino a un edificio completo. Un edificio de 10 pisos de la familia Ocampo, todo para ellos, en el corazón de Recoleta. En el primer piso estaba la pileta. Sólo ocuparon con sus pertenencias los 5 pisos superiores más la terraza parquizada como si fuera un bosque de Palermo. Ellos eran dos nomás, pero las personas que trabajan eran más de una decena. Choferes, mucamas, cocineros, secretarias y mayordomos.

Con los años buscarían una morada más pequeña: un espacio de sólo 22 habitaciones, un atelier para Silvina, un jardín y una terraza. Adoptaron una niña y Silvina mantuvo el mandato familiar de ser antiperonista y anti fascista, como si fueran sinónimos, una confusión acostumbrada en las clases ilustradas argentinas. El odio por el movimiento de masas la llevó a escribir una de sus peores obras: Testimonio para Marta, en donde aplaude el golpe del ‘55 y defiende la dictadura. Lo que es peor: está muy mal escrito.

Pese a esos desvaríos, Silvina era dueña de una inteligencia superior. En algún momento de su vida, en los bosques de Palermo, fue acosada por un exhibicionista. Lejos de amedrentarse cuando el hombre abrió su sobretodo y ella comprobó que el sujeto estaba desnudo, Silvina le dijo:
– Esperá un ratito -y buscó sus anteojos en la cartera.

Desde entonces, Silvina y el exhibicionista, un pobre diablo abandonado y andrajoso, se hicieron amigos y charlaban sentados en un banco de plaza.

Feminista confesa, ella también supo tener una vida más allá de Bioy. Quien fue testigo de eso fue otra consagrada de la literatura argentina: Alejandra Pizarnik, la más punk de las poetas argentinas enamorada de una Ocampo. Sí, de Silvina.

Bioy la visitaba a Pizarnik en el hospital Pirovano, en el pabellón psiquiátrico. Cuando salía, Pizarnik le escribía a ella, a Silvina:

– Oh Sylvette si estuvieras. Claro que te besaría una mano y lloraría. Pero sos mi paraíso perdido. Vuelto a encontrar y perdido. Yo adoro tu cara y tus piernas y surtoit. Tus manos que llevan a la casa del recuerdo-sueños, urdida en un más allá del pasado verdadero. Silvina, mi vida, le escribí a Adolfito para que nuestra amistad no se muera. Me atreví a rogarle que te bese de mi parte y creo que se dio cuenta que te amo sin fondo. A él lo amo pero distinto, vos sabes, ¿no? Además lo admiro y es tan dulce y aristocrático y simple. Pero no es vos, mon cher amour. Te dejo: me muero de fiebre y tengo frío. Quisiera que estuvieras desnuda a mi lado leyendo tus poemas en voz viva. Sylvette mon amour, pronto te escribiré. Curame. No hagas que tenga que morir ya.

La relación entre Silvina Ocampo y Alejandra Pizarnik siguió hasta que un día la Ocampo no quiso atenderle más el teléfono. Horas después, Alejandra Pizarnik se suicidó.

*

Los 80 fueron llamados, al menos para América Latina y la Argentina, la década perdida. Bien podría servir esa definición también para la triada Silvina / Adolfo / Jorge Luis. Los tres, en los ‘80, comenzaban a vivir el fin de las buenas épocas. Y no se trataba del fin del amor que siempre los unió. La mansión, la que compartían, la que que fuera majestuosa, poco a poco comenzaba a venirse abajo, con paredes descascaradas, humedades en los techos, habitaciones clausuradas. El edificio entraba en decadencia como la propia vida de ellos. Como la aristocracia que siempre representaron. El tiempo hizo su trabajo.

Pero el afecto se mantuvo siempre. Aún cuando en el matrimonio siempre había terceros o terceras en disputa. Bioy también sabía de los otros amores de Silvina. Y alguna vez confesó:

– Supe manejar los celos. Lo nuestro iba más allá de la atracción física.

Adolfo no podía quejarse: Una vez viudo, confesó en sus escritos buena parte de sus aventuras, incluido un hijo extra matrimonial y sus 7 novias paralelas,. “Yo las quería y amaba a todas”, dijo el escritor aristocrático, quien jamás abandonó la mansión que compartía con Silvina. Y que nunca fue criticado por sus conductas personales, a contramano de otros personajes públicos que fueron duramente castigados por hechos menores. Nacer en cuna de oro lo inmunizó para siempre.

“A veces me he preguntado a lo largo de mi vida -confesó Adolfo- si no he sido muchas veces cruel con Silvina. Porque por ella no me privé de otros amores. Un día en que le dije que la quería mucho, ella exclamó: lo sé, has tenido una infinidad de mujeres pero has vuelto siempre a mí. Creo que es una prueba de amor”.

Esos ‘80 que marcaban el fin puso en primera línea a Borges. La última charla telefónica entre él y Silvina fue en mayo de 1986. Él ya estaba en Suiza y lloraba a través del teléfono. Silvina le dijo que lo extrañaba, que tenía ganas de verlo. Borges fue claro:
– No vamos a volver a vernos nunca más.

Aquella muerte impactó en Silvina y en Bioy, que comenzaron a tener una vida de encierro, cada cual en su habitación. Ya no volverían los acostumbrados viajes a Europa ni a las reuniones sociales que juntaban a ricos con locos y pobres. No habría nada cuando Silvina, entrado los ‘80 y plenamente consciente, fue ganada, poco a poco, por el alzheimer. La enfermedad la invadía pero de igual modo ella luchaba contra el olvido haciendo lo que mejor sabía: escribir. Su últimas obras publicadas están atravesadas por la enfermedad que la desconectaba de la realidad.

Acostumbrado a abandonarla, Bioy no cambió cuando Silvina ya no fue la misma. Si antes era de irse con otras, cuando su esposa quedó postrada, el escritor más elegante y distinguido de nuestra historia salió por la puerta de calle para volver cada vez menos. Escapaba lo más lejos posible. Tanto que en diciembre del ‘93 hizo un nuevo viaje a Europa acompañado por una de sus amantes. Volvió justo: al día siguiente Silvina Ocampo, la hermana de Victoria, la amiga de Borges, su propia esposa, moría en Buenos Aires.

Dejaba Silvina, para la historia, tres novelas, una obra de teatro, cientos de cuentos, obras de literatura infantil, once libros de poesía, decenas de premios e historias que llegaron a la pantalla grande. La última, Los que aman, odian, fue película en 2017.

Atrás quedaba para siempre la única rebelde de las Ocampo: la que se burló de la aristocracia, la que malgastó su riqueza, la que creció a la sombra de un trío poderoso y que, pese a todo, construyó su propia historia de mujer disidente y creadora.

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