Silvina Ocampo: no sólo hermana, esposa y amiga
Ser la hermana de Victoria Ocampo, el reflejo invertido del espejo aristocrático. Ser la esposa de Bioy Casares, la musa del escritor fantástico. Ser la amiga de Borges, el escritor genio. Injusto recuerdo. Silvina Ocampo, la menor de las 6 hermanas Ocampo, fue ella misma también tan escritora como su hermana, su esposo y su amigo. Fue una escritora a la sombra, pero con una vida sin ataduras.
Nacida con el siglo XX, Silvina Ocampo fue hija, como todos sus hermanas, de Manuel Ocampo, millonario descomunal de la Argentina. En esa vida descomunal se crío Silvina, la menor, y sus 5 hermanas. Vida descomunal que jamás tuvo escuela. Ni Silvina, ni Victoria ni ninguna de las niñas fue al colegio: tenían institutrices privadas bilingües que las educaban en algunos de sus tantos palacios argentinos.
Silvina, la menor, se aburría. Se aburría de las clases particulares, de sus viajes anuales a Europa, vaca con leche fresca cada mañana incluida y los sirvientes para atenderla las 24 horas. Se aburría de su quinta en Olivos. Se aburría en su mansión en Villa Allende pese a la historia del ruso zarista que la construyó junto a su padre. Se sentía el etcétera de su familia. Y por eso, desde chica, se diferenció de las 5 hermanas, de su padre y de su madre.
Acá o allá, Silvina, a diferencia del resto de las Ocampo, no hacía amigos entre la parentela Mitre, Roca o Pueyrredón, Luro Pueyrredón. Primero se hacía amiga de la servidumbre. Niñeras, planchadoras, cocineras. Con ellas pasaba las horas del día. Y cuando padre o madre le decían:
– Silvina, andate afuera, dejá de hablar con la servidumbre…
Ella salía a las calles y se hacía amiga de los mendigos y de sus hijos pobres. Sin posición política, sin idea de justicia social, Silvina, la hermana de la ilustre Victoria, mezclaba ricos con pobres para desagrado de su familia. Los apellidos ilustres se cruzaban con la hija del carpintero y el sobrino del carnicero. La aristocracia a la que pertenecía, a Silvina le importaba nada.
Algo naif y desconectada del mundo real, la misma Silvina supo contar que los chicos pobres le parecían tan superiores a los de su círculo social, “mucho más divertidos que mis primas. Mis primas eran unas pavotas, unas inútiles que no sabían ni robar. Los mendigos en cambio tenían unas crenchas espléndidas. Esos chicos pobres estaban siempre quemados por el sol. Siempre me quedó la añoranza de la pobreza. Después crecí y me di cuenta que la riqueza tiene sus ventajas. Pero la pobreza te da libertad, uno no está temiendo perder nada, no está atado a nada”.
Así vivió ella: no atada a nada. Cuando el padre millonario le decía que no se hiciera amiga de la servidumbre, que de ese modo no la iban a respetar, ella aclaraba:
– No quiero que me respeten. Quiero que me quieran.
Silvina jamás tuvo un trabajo formal. Jamás realizó un aporte previsional ni cumplió horarios. Siempre hizo lo que quiso. Vivió haciendo lo que le daba la gana. Pero con un mandato sobre su alma: el mandato de la creación. Ser hermana de Victoria Ocampo la empujó a las artes y por eso viajó a París a estudiar pintura, pero la plata no puede todo. Buscó al mejor maestro posible en las Europas pero él le dijo que no. Era el primer hombre en su vida que le decía que no, a ella, a Silvina Ocampo. Pablo Picasso, el maestro que ella quería y podía pagar, apenas le abrió la puerta y le pidió que no lo molestara.
Pero otro maestro, de apellido Pettoruti, la ayudó en su aventura parisina:
– Silvina, expongamos tus pinturas de desnudos.
La información llegó a Buenos Aires. La madre de las Ocampo casi se infarta:
– Silvina, por favor, recato, cómo se te ocurre algo semejante.
Pobre madre asustada, no sabía que la historia de Silvina Ocampo recién empezaba.
*
Silvina Ocampo se hizo una pregunta apenas lo conoció:
– ¿Cómo no enamorarse de Adolfo Bioy Casares, el más lindo de los escritores argentinos?
El único con físico de deportista y ojos de actor de cine. Un tenista frustrado que tenía abuelo millonario gracias a las vacas que daban la leche para La Martona, la empresa láctea más grande del país antes que aparecieran Sancor y La Serenísima. Cómo no enamorarse de él, de Adolfo, quien, con su mejor amigo Jorge Luis, escribían los folletos de la empresa láctea.
Cuando se casaron en 1940, ella, además de ser la hermana de, empezó a ser la esposa de. Pese a que era 11 años más grande que Bioy y ya tenía varias obras publicadas, lo mismo era la esposa de. Y por añadidura, también se convirtió en la amiga que cada noche recibía en su casa al solitario Jorge Luis Borges.
¿Fue el primer vínculo afectivo de Silvina con un integrante de la familia Bioy Casares?
Una leyenda, un rumor y una versión contada en Historia secreta de los homosexuales en Buenos Aires, de Juan José Sebreli, dice que no, que no fue el primer amor de Silvina en la familia Bioy: que Silvina Ocampo y Marta Casares, antes, habían tenido un romance que escandalizó a Buenos Aires. ¿Quién era Marta Casares? La mamá de Bioy Casares. La leyenda dice que para ocultar ese amor prohibido entre una mujer casada y una mujer millonaria, Silvina, la millonaria, se casó con el hijo de Marta Casares, la casada. El propio Adolfo reconoció que el día del casamiento, Marta, su madre, lloró. Pero lloró, dicen, porque Silvina era muy grande para su hijo. Dicen.
Lo cierto es que en el primer encuentro entre Silvina y Adolfo, los dos abordaron un ascensor y él, sabedor de estos temas, la abrazó y la besó. Así eran los galanes de antes, así son los acosos hoy. Ella no dijo que no: ojos azules, inteligente y cuerpo de tenista. Nadie le decía que no a Bioy. Tampoco Silvina, que era escritora, millonaria y tenía poderes de adivina. Poderes que dejó de usar: no quería darle malas noticias a la gente, malas noticias que después se cumplían. Ella era así de buena.
La luna de miel de Silvina y Adolfo pudo haber sido un año en Europa sin trabajar y de puro goce. Pero eligieron algo más modesto: venirse a Córdoba en una casa rodante recién comprada. Destino: la estancia de los Ocampo en Villa Allende, llamada La Reducción, camino al Pan de Azúcar. Con el perro y pocas comodidades, todo fue un desastre. La luna de miel duró apenas un par de días y a la casa rodante la vendieron con prontitud.
Esos desajustes en la pareja de escritores sería una constante. Sin pacto de amor libre, los dos funcionaban como si el pacto existiera. Sobre todo Bioy Casares, que era amante de cuanta mujer pasara a su lado, incluida la escritora Elena Garro, que a su vez era la esposa de Octavio Paz. 91 cartas se guardan de aquel amorío. Silvina, que todo lo sabía, sólo pedía una cosa:
– Adolfo, en casa no.