Cómo evitar que los padres disputen por sus hijos y salvaguardar la salud mental de los menores
En el mes de septiembre de 1823, en la ciudad de Buenos Aires, la niña Emilia Arriola, de casi cuatro años, era “objeto” de disputa entre sus padres. En sus declaraciones ante la justicia, cada uno alegaba tener más derechos y amor que el otro, una arreglada vida cristiana y medios para criar adecuadamente a la pequeña.
Después de prolongados debates y de crecientes ataques, el apoderado de Doña Carmen Pacheco, madre de Emilia, recordaba que “…la ley habla de cosas litigiosas y la niña Emilia no es una cosa, es una persona libre”, expresó según el Anuario del Instituto de Historia Argentina.
Hace años asistimos al recrudecimiento de verdaderas batallas campales que tienen como botín a los propios hijos e hijas. Algunas historias se mediatizan y los espectadores encarnizados optan por un bando o el otro de los adultos en pugna y se leen miles de comentarios en los posteos de las redes sociales apoyando a uno y rechazando al otro. Pocas veces se piensa en los niños y niñas atrapados en estas disputas, como lo hace el patrocinante de la causa arriba descripta.
¿Quién escucha a estos chicos?
En la clínica atendemos a niños y adolescentes arrasados por esta forma de violencia donde lo que sucede es que se anteponen los deseos y necesidades de los adultos a las de los propios hijos. Los chicos no solo no son tomados en cuenta sino que además su voz es desoída, descalificada y minorizada.
Aunque esto también se vive en el interior de las familias. El “¿a quién querés más?”, que muchas veces pasa subrepticiamente como una gracia pero esconde una necesidad urgente y narcisista de parte de los adultos; en otras ocasiones es una realidad aplastante en situaciones de severa confrontación tras una separación o divorcio, donde alguno de los padres o ambos dedican gran parte de su vida y energía a destruir simbólicamente al otro para erigirse como los únicos, irremplazables e incondicionales.
Este tipo de figuras parentales, que sucumben ensimismados a sus propias inseguridades, ansiedades y miedos, utilizan -inconscientemente- a sus hijos para que cumplan una función: ser lo que el padre/madre necesita.
Estos niños y niñas se sienten inquietantemente solos y temen perder el amor de su papás. El temor al abandono emocional va convirtiendo al niño en arcilla, un ser maleable que busca complacer a sus padres y para ello se somete, a veces, de forma extrema. Suele obedecer no solo en su conducta, sino que llega a negar sus propias percepciones, elimina su pensamiento independiente y reprime sus sentimientos.
Vive en estado de hipervigilancia lo que acentúa sus probabilidades de ansiedad y estrés. Atento a cada cada gesto de los adultos con la tarea de intentar colegir, interpretarlo para cumplir y agradar.
En casa de papá estos chicos se comportan de una manera y en casa de mamá de otra, son verdaderos camaleones del deseo del otro. Como el reptil, no lo hacen por gusto sino por supervivencia. Tienen prohibido pensar autónomamente. Son esclavos sometidos al narcisismo parental.
Finalmente, siempre se les exige decidir entre uno y otro de sus papás y al hacerlo intenta borrar de su mapa emocional al rechazado. Esto provoca un costo psíquico inmenso que, más temprano que tarde, se cobrará en pérdida de salud mental.
La idea de “extirpar” a uno de sus progenitores es una forma de violencia que invisibiliza al niño o la niña y los mantiene como sujeto sin derecho a pensamiento independiente ni necesidades ni deseos. En estas situaciones los chicos repiten el discurso de sus padres, aunque no lo crean, aunque no estén de acuerdo, por temor a la amenaza que representa la pérdida de amor de sus padres e incluso su odio.
En una “encerrona trágica”, al decir de Ulloa, paradigmática del desamparo cruel, una situación sin tercero de apelación, donde la víctima, para dejar de sufrir o no ser exterminado, no le queda otra opción que enajenarse y dejar que piensen, hagan y decidan por él. Se desapega un poco del mundo, evitando la realidad, admitiendo con valor de certeza indiscutible las palabras de alguno de sus padres.
Debo advertir, con énfasis, que cuando el rechazo y la negativa de un niño o una niña a encontrarse, hablar o estar cerca de uno de sus progenitores, es una reacción por haber sido maltratado, abusado sexualmente, humillado o desatendido o por haber presenciado violencia de género, que es otra forma de maltrato infantil; la separación no sólo está justificada, sino es la decisión correcta para preservar el psiquismo infantil y lograr una recuperación del daño ocasionado por el trauma.
Los niños y niñas que padecen maltratos aceptan la separación de sus padres porque la viven como una oportunidad para escapar del infierno cotidiano. En algunos casos en que se los obliga a lo que llamamos revinculaciones forzadas, se resisten y rechazan el contacto de muchas maneras con el progenitor abusivo.
Este rechazo puede manifestarse a través de la palabra o de los síntomas, se enferma siempre que el progenitor abusivo viene a buscarlo, llora desconsoladamente cuando se separa del adulto protector y otras veces se rinde a ese destino porque teme que las represalias sean peores si hace conocer su deseo.
En los últimos años se ha utilizado un falso concepto llamado síndrome de alienación parental para silenciar a los niños y niñas que relatan situaciones de abusos sexuales. El término fue acuñado por el psiquiatra Richard Garner y se utiliza para criminalizar a las madres y familiares que denuncian los crímenes sexuales, pero sobre todo para no creer en el relato de los niños y niñas.
Lo cierto que a pesar que el famoso síndrome fue rechazado por entidades científicas de psiquiatría y psicología del mundo por inválido e inhabilitado como síndrome, su utilización persiste no solo como muletilla sino como forma de adoctrinamiento en el ámbito judicial.
Enfrascados en el narcisismo
En estos casos, los padres y madres narcisistas no están disponibles como protección, contención o sostén. Están enfrascados en batallas personales con el otro y consigo mismos, y los niños y las niñas son utilizados tanto como receptores del desvalimiento paterno/materno como armas para pelear con el otro progenitor.
El enajenado mental es aquel que ha perdido el uso de las libertades, es por eso que su voluntad puede ser sustituida por la voluntad abusiva de un tercero, la suya ha sido anulada.
Agustín, de 15 años, entra al consultorio con la ropa raída, con olor a marihuana, se autonombra “anarquista”. Le va muy mal en la escuela, dice que no le interesa y que vive el día a día. Se siente totalmente libre y menciona que sus padres lo criaron para vivir de esa manera, relata una escena con su padre donde éste le dice: “Hacé lo que quieras, sos libre para hacer lo que te guste, si querés fumar marihuana hacelo, es tu vida, pero no me vengas con contestaciones porque te arranco la cabeza, no me discutas nada porque te mato o si no haces exactamente lo que te digo no me ves nunca más. A mí no me vas a hacer lo que le hacés a la infeliz de tu madre”.
Agustín ha perdido el uso de sus libertades, o quizá nunca las tuvo. Él replica el modelo que se le exige. No hace lo que quiere, hace lo que le dicen; aunque a él no lo parezca. Su voluntad ha sido sustituida por la de su padre, al que le teme “más que al diablo”, dice. La madre (“la infeliz”), es quien llora estas situaciones llamando al padre cada vez que Agustín no obedece. Su padre, degradado por la madre ante el joven con el argumento de haberla abandonado “por otra” mujer, pierde así sus “fueros” como el padre.
Agustín, entre infelices y feroces, fuma para olvidar, se enajena para no pensar y obedece. Los niños también suelen responder al padecimiento o exhibición del sufrimiento del progenitor con devoción. Se convierten en un hijo preocupado, alerta, aunque por mucho que lo intente no logrará jamás que su padre o madre se sienta mejor.
No se trata de su incapacidad sino que el sufrimiento de su progenitor tiene raíces profundas que no tienen nada que ver con él. La secuela del esfuerzo infantil es un sentimiento de lástima insoportable y traumatizante.
Jay Frankel, lo llamó “la persistente sensación de ser malo”. Culpa, vergüenza, sensación de insuficiencia por no lograr terminar con el sufrimiento de su padre o madre. Como adulto puede seguir sintiéndose la fuente del sufrimiento de los padres. Estos sentimientos adoptan diferentes formas, sentirse disminuido, incapacitado, ineficaz, poca cosa y muchas veces conlleva al odio por sí mismo.
Esta compasión del niño no hace más que reforzar su sumisión con el progenitor que sufre y le pide un sacrificio: “Quereme a mí, solo a mí, nada más que a mí”. El niño intenta aplacar esta agresión del progenitor, absorber su dolor, quedárselo, para tranquilizarlo.
Esta forma de abandono y maltrato lo obliga a realizar enormes esfuerzos por destituir a uno de sus padres y satisfacer lo insaciable. Otras veces, juega a dos puntas, descalifica a uno delante del otro y al revés para mantener una ficticia armonía. El precio es el desdoblamiento.
El amor se aprende como servidumbre y se acompaña de sentimientos de fracaso y la búsqueda persistente e inútil de sanar heridas imposibles, muchas veces a lo largo de toda la vida.
* Sonia Almada es licenciada en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.
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