Condena para Videla y bomba para Alfonsín (en Córdoba)
Un cable negro que asomaba a través de una alcantarilla. Ese fue el detalle que le salvó la vida al hombre que apenas tres años atrás había sido elegido presidente en la recuperación democrática. Apenas un cable negro descubierto entre la maleza dorada del otoño en Córdoba.
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La mano de obra desocupada vivía momentos de incertidumbre y no perdía oportunidad para recordar que aún estaban vigentes. Hablamos de aquella mano de obra que quedó sin tareas a partir del 10 de diciembre de 1983. Meses después de las condenas a los jefes de la dictadura le habían volado las oficinas al dirigente peronista Vicente Leónidas Saadi y luego sobrevendrían una seguidilla de nueve bombas que explotaron, en la misma noche, en diferentes comités radicales en la provincia de Buenos Aires. Estaban vigentes los muchachos de la mano de obra desocupada.
Alfonsín llegó a Córdoba el 19 de mayo del ‘86 en medio de ese clima espeso. Aterrizó, a bordo del Tango 01, en la Escuela de Aviación Militar. Antes de que el presidente tocara suelo cordobés, una patrulla de limpiadores tuvo que eliminar los grafitis escritos en la paredes de la ciudad para recibirlo. No defendían, esas pintadas, a la democracia, sino a quienes habían atentado contra ella.
A esa Córdoba llegó Alfonsín sin su vice cordobés. Su plan era visitar la sede del III Cuerpo del Ejército con el inocente deseo de que esos hombres comprendieran el valor de la democracia. Inocente deseo.
El acto sería en las inmediaciones del Casino de Oficiales. Allí el presidente planeaba activar un cañón como artificio de guerra y realizar el saludo castrense. Pero poco antes de que eso ocurriera, el oficial cordobés Carlos Primo, del Comando Radioeléctrico de la provincia de Córdoba, caminaba las calles del destacamento militar para verificar que reinara la paz. Se introdujo entre los pastizales no tanto por encontrar algo oculto, sino porque, confesó después, se estaba meando. Después de vaciar su vejiga saltó algunas acequias sin agua y con el pie izquierdo movió unos yuyos que tapaban la boca de una alcantarilla. Esas malezas doradas por el otoño de Córdoba contrastaban con un filamento negro que nada tenía que ver con el otoño. Que más bien se asemejaba al infierno.
– ¿Y esto qué es? -preguntó Primo al cabo Hugo Velázquez, que lo acompaña en la guardia-.
Velázquez, que no sabía mucho más que su superior, escarbó con su bota policial y vio en detalle lo que se escondía. Lo gritó como quien da una primicia, una noticia que nadie espera. Velázquez anunció, como un pregón, que estaban parados sobre una bomba.
2 kilos y medio de TNT y dos panes de trotyl de 450 gramos cada uno esperaban en silencio el paso del presidente para convertirlo en un mártir. Un hombre de apellido Arce, de la Brigada de Explosivos, fue el encargado de desactivar la bomba: sacó el detonador, despegó el trotyl, cargó en sus brazos el arma del magnicidio frustrado y caminó lento hacia su móvil. Lo dejó con cuidado y volvió a respirar.
Cuando el trance pasó y Alfonsín estuvo a salvo, la actividad oficial se suspendió y el presidente se limitó a hablar solo con los jefes y oficiales del III Cuerpo en el Casino de Oficiales. Nunca se supo qué les dijo. Si se supo que los militares escucharon en silencio, que no lo aplaudieron y que, en el coloquio posterior, renunciaron a la posibilidad de hacerle preguntas al presidente.
Una semana después, especialistas hicieron explotar la bomba. La detonación abrió un orificio ideal para deshechar la democracia . Las esquirlas volaron hasta 70 metros. Ignacio Aníbal Verdura, el jefe del Tercer Cuerpo, anunció su pase a retiro. Dijo que no hubiera querido terminar así su carrera militar. Se engañaba: en ese mayo no terminó nada, porque años después Verdura será enjuiciado por sus crímenes de Lesa Humanidad. Entre otros, el robo del nieto de Estela de Carlotto. Nadie lo imputó por la bomba cordobesa que buscó el fin de la democracia.